“Cuenta la tradición que al terminar el concilio de Éfeso en el año 431 los padres conciliares salieron y anunciaron al Pueblo la denominación del María como Madre de Dios. El pueblo exultó con gran alegría y comenzó a aclamar a la Virgen con este nombre y el orbe entero se llenó de Iglesias dedicadas a la Madre de Dios.
Como señaló San Juan Pablo II en su visita a Éfeso al poco de ser elegido Papa, «el júbilo con que el pueblo de Éfeso acogió a los padres que salían de la sala del Concilio no ha cesado de resonar en las generaciones sucesivas, que en el curso de los siglos han continuado dirigiéndose con confianza a María como a Aquella que ha dado la vida al Hijo de Dios».
Pensaba en esto ahora, cuando delante de nuestra Madre, al rezar el rosario repetíamos una y otra vez este título que tan común se ha hecho para nosotros. Así es, ¡María es la Madre de Dios! Y ¡nuestra madre! Y mejor, podemos decir que es nuestra madre porque es Madre de Dios.
Y esta maternidad, que se va desvelando a lo largo de toda la vida de María tiene dos hitos fundamentales que se pueden definir con una palabra: ¡Hágase!
Al pronunciar su fiat, María inaugura la Nueva Alianza entre Dios y los hombres. Ella es la humanidad humilde que se hace disponible a Dios para que haga en ella su preciosa obra de salvación. María se fía y se deja hacer por las manos de Dios, que, en su caso, tejerá en su seno la carne del Hijo Eterno de Dios. Por eso, verdaderamente podemos decir que es verdadera Madre de Dios en aquel que llevó en sus entrañas.
Pero este fiat no sólo la hace madre de Dios, sino también Madre de la Iglesia, Madre nuestra. Como dice San Anselmo, «desde el momento del fiat María comenzó a llevarnos a todos en su seno». María nos ha llevado a cada uno en su seno, nos ha engendrado a la fe poniendo su vida en las manos de Dios. Y esto se nos revela plenamente al pie de la cruz. Allí María nos es entregada como Madre, como maestra en la fe. Nosotros somos sus hijos, sus discípulos, para aprender de ella a creer, a escuchar, a amar. Hoy se nos invita a entrar de nuevo en la escuela de María. Por eso le decimos, ¡ven, Madre!, ven a nosotros y auxílianos cuando nos encontramos en oscuridad.
Hoy Madre, ¡vienes a tu casa! En esta catedral que, como tantas veces dice nuestro arzobispo, es un santuario mariano, el pueblo de Madrid acude en tu búsqueda para encontrar fortaleza en la tribulación.
Es una inmensa alegría poder decirte una vez más: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, que somos pecadores. En verdad lo somos. No es una imagen. No hablamos de otros. Hablamos de nosotros, que tantas veces dejamos que nuestro corazón se endurezca ante el padecimiento de nuestros hermanos; o que nos dejamos llevar por la envidia, la murmuración o el rencor; o que no te escuchamos y no vivimos según la voluntad de Dios. Hoy te lo pedimos, Madre, de corazón: ruega ahora por nosotros, que somos pecadores.”
Mons. Jesús Vidal
Obispo auxiliar de Madrid