Pequeños héroes de la Eucaristía
En cuanto los ladrones desaparecieron, Beatriz corrió a contárselo todo a sus primos. Por la mente de aquellos niños sólo pasaba la idea de defender a Nuestro Señor Jesucristo…
Lorena Mello da Veiga Lima
La parroquia del pueblo estaba repleta: era el primer día de la novena a San Anselmo, obispo de Canterbury y gran doctor de la Iglesia, cuya fiesta se celebra el 21 de abril, y los aldeanos se encontraban rezándole a su patrón:
-San Anselmo, ruega por nosotros.
Las oraciones, alternadas con piadosas melodías, resonaban en el interior del templo, causando emoción en el corazón de los fieles. Había tres niños que lo seguían todo con enorme fervor, mientras se encomendaban al santo obispo para pedirle la gracia que más anhelaban: hacer la Primera Comunión. Eran Leonardo, de 7 años, Felipe, de 6, y su prima Beatriz, también de 7 años.
En la víspera de la festividad, la novena sería más temprano con el objetivo de que diera tiempo a que la procesión recorriera toda la aldea. Los pequeños salieron rápido del colegio para tomar una frugal merienda en el parque antes de ir a la iglesia. Mientras estaban comiendo, Beatriz se fijó en unas flores muy bonitas y fue a coger algunas para llevarlas a la ceremonia.
Al acercarse, se dio cuenta de que había cuatro hombres extraños escondidos entre los arbustos. Hablaban en voz baja, miraban a su alrededor temiendo ser observados y daban sordas y siniestras carcajadas. Entonces escuchó que uno de ellos decía en tono grave y ronco:
-Lo del tal Anselmo es un embuste que se ha inventado el cura. Y la Eucaristía, una patraña más grande todavía. Cuando mañana se encuentren con la iglesia destrozada, verán que nada de esas cosas existe…
-No quedará ni siquiera una hostia para la conmemoración de su patrón. Vamos a llevarnos todo lo que esté en el sagrario -añadía otro.
-Dejaos de tonterías -terció el más viejo-. Convengamos la hora en la que va a empezar la «fiesta», en lugar de estar haciendo comentarios estúpidos.
Tras una breve discusión, alguien dijo:
-A la una de la madrugada. A esa hora estarán todos durmiendo… Los otros tres ladrones estuvieron de acuerdo, y desaparecieron. Beatriz permanecía inmóvil, asustadísima con lo que acababa de oír. Cuando se aseguró de que estaba sola, corrió a contárselo todo a sus primos.
Felipe no lo podía resistir:
-¡Defendamos a Nuestro Señor Jesucristo! ¡Seremos héroes de la Eucaristía! Leonardo, sin embargo, era más cauteloso:
-No, no podemos hacer locuras. Tenemos que avisar a alguna persona mayor. ¿No sería mejor que habláramos con nuestros padres?
-Leonardo, ¿no te das cuenta? Es una ocasión única para nosotros: si defendemos al Santísimo Sacramento de esos malhechores -replicó Felipe-, el párroco nos dejará hacer la Primera Comunión antes.
-Que no Felipe -le dice Beatriz-. No estamos en condiciones para eso. ¿Tres niños enfrentándose a unos bandidos?
Felipe exclamó indignado:
-Con el Señor y la Virgen de nuestro lado, además de San Anselmo, ¡podemos hacer cualquier cosa! ¿Cómo es posible que lo dudéis? Los dos chiquillos bajaron la cabeza avergonzados… Finalmente, Leonardo rompió el silencio:
-¡Ya lo tengo! Formemos un ejército de niños. Reunamos a nuestros compañeros que aún no han hecho la Primera Comunión y defendamos al Señor todos juntos.
Tras la unánime aceptación de la propuesta se encaminaron velozmente hacia el templo, donde la gente ya estaba preparada para comenzar la procesión. A toda prisa, empezaron a convocar, uno por uno, a los integrantes del futuro «mini-ejército», logrando congregar a dieciséis. Todos estaban rebosantes de alegría por la inusual incumbencia.
-¡Qué gracia formidable nos concede San Anselmo! -exclamaba uno.
-¡Defenderemos al proprio Dios! -decía otro.
Una de las niñas más pequeñas, Sofía, de tan sólo 5 años, advertía con voz decidida:
-¡Ojo, amigos, preparémonos! Es posible que el Señor nos quiera mártires.
Al oír estas palabras, los otros quince se asombraron. Por sus mentes únicamente les había pasado la idea de defender a Nuestro Señor Jesucristo, pero no se detuvieron a pensar que podían llegar a entregar sus vidas por Él… Ante tal perspectiva, se llenaron todavía de más valor, admirados con la posibilidad de que aquella noche podían volar hacia el Cielo.
Cuando la procesión terminó, los niños se agruparon para rezar delante del sagrario, a fin de pedir fuerzas para el cumplimiento de su misión. Los padres y conocidos los observaban curiosos, no obstante, sin preguntarles nada.
Al filo de la media noche, salieron a escondidas, de puntillas, rogándoles a sus ángeles de la guarda que no los viera nadie, y se encontraron a dos manzanas de la iglesia para dirigirse juntos hasta allí.
Felipe y Sofía, los más pequeñitos del grupo, entraron al recinto por una ventana semicerrada y abrieron la puerta de la sacristía. Una vez que el «ejército» ya estaba dentro, echaron de nuevo el pestillo y se quedaron esperando a los delincuentes, rezando ante el sagrario iluminado tan sólo por la lámpara.
A la una y diez de la madrugada oyeron un ruido procedente del lado derecho. Con sus herramientas de asalto los bandidos derribaron la puerta e invadieron el santuario. No vieron a nadie, pues los pequeños «soldados» se habían agazapado detrás del altar. A aquel infantil y valiente «batallón» le latía el corazón aceleradamente. Algunos pensaban que enseguida iban a morir y ya se sentían habitando en el Paraíso.
Cuando los granujas se acercaron al altar, todos saltaron sobre ellos. Los inocentes chiquillos ni siquiera se molestaron en conseguir algún instrumento para defenderse… Lo único que tenían era fe en el Señor y en la intercesión de su Santísima Madre, así como en la de San Anselmo.
Los facinerosos se estremecieron al toparse con tanta osadía. Tomados por la sorpresa y por la rabia empezaron a golpear a sus inocentes víctimas, pero el ruido y los gritos despertaron al sacristán, quien al encender las luces de la iglesia provocó la huida despavorida de los malhechores, los cuales fueron detenidos por la policía. Varios niños quedaron muy magullados. Sofía, la más afectada, tuvo que ser llevada a toda prisa a casa del médico, donde pasó por dolorosas curas. Se diría que la tragedia había caído sobre ellos y sus familias.
Pero no fue así… La fiesta de San Anselmo nunca había sido tan gozosa como la de aquel año, porque el heroísmo de esos infantes despertó el entusiasmo de los fieles. Durante la Misa ocuparon los primeros bancos, «engalanados» con vendajes y apósitos que más bien parecían gloriosas condecoraciones.
Y al final de la celebración, antes de la bendición final, el párroco les anunció, como premio, la tan esperada noticia: por haber dado muestras de tanta devoción y ardor eucarístico, los pequeños héroes recibirían la Primera Comunión tan pronto como se recuperasen.