La mejor medicina
Decepcionado, pero no desanimado con el fracaso de la conversación, José empezó a ir todos los días a la capilla de la aldea para pedirle a Jesús Sacramentado una solución que ablandara el corazón de su tío….
Laura Compasso de Araújo
José era un niño de 9 años, muy animado y lleno de vitalidad. Estaba entusiasmadísimo con su Primera Comunión y no lograba contener su alegría. Aquel sábado
se había despertado diciendo:
—Mamá, ¡va a ser mañana…!
—Sí, hijo mío, por fin ha llegado el gran día. Es necesario que estés lo más compenetrado posible, porque vas a recibir al propio Dios —le decía Isabel.
—Mamá, ¿por qué el tío Sebastián no va nunca a la iglesia?
—¡Ah, hijo!, es una larga historia… El pequeño se asombraba de la actitud de su tío, pues no entendía que una persona que había hecho la Primera Comunión pudiera apartarse de la Eucaristía.
Desde que había aprendido en las clases de catecismo que Nuestro Señor Jesucristo está en la Sagrada Hostia en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, no podía creerse que hubiera alguien que, por mera voluntad, se alejara de ese augusto Sacramento. Le parecía una auténtica locura.
—Mamá, tenemos que hacer algo para que vaya a la iglesia —insistió el niño.
Isabel ya había tratado de reconducir a su hermano por el buen camino numerosas veces y de varias maneras, sin éxito… No obstante, ¿qué le impedía dejar a su hijo que lo intentara?
En la mañana siguiente fue una gran fiesta la Primera Comunión de José, junto a otros niños. Después de comulgar el pan de los ángeles, hizo una acción de gracias muy recogida y fervorosa, y pidió por muchas intenciones.
Pasados unos días, se dirigió a la casa de su tío para llevar a cabo su osada e importante misión. ¡No era posible quedarse tan lejos de Jesús! En otros tiempos Sebastián había sido un buen católico. Sin embargo, cuando perdió a su esposa se rebeló contra Dios. Acabó volviéndose un hombre amargado y endurecido por el pecado. Aunque algo de bueno aún guardaba en su corazón: el aprecio que sentía por su inocente sobrino.
Sebastián escuchó al pequeño con cariño y mantuvo con él una larga conversación. Con todo, no abrió su alma a Dios…
Decepcionado, pero no desanimado, José empezó a ir todos los días a la capilla de la aldea a fin de pedirle a Jesús Sacramentado una solución que le hiciera sentir a su tío lo necesario que era recibirle en la Eucaristía para fortalecerse en la práctica de la virtud y del bien.
El tiempo transcurría rápido. Cierto día, Sebastián viajaba en su carreta hacia la ciudad más cercana para vender los objetos que había elaborado en su carpintería. Al pasar por un peligroso desfiladero, su viejo caballo resbaló en el camino, lleno de barro debido a las recientes lluvias, y cuál no fue su desesperación al verse cayendo barranco abajo. Cuando llegó al suelo estaba muy herido, con dolores terribles y no conseguía mover las piernas…
La noticia que se difundió por el pueblo era trágica: el amargado hermano de Isabel había tenido un accidente y había perdido el movimiento de las piernas, ya no podía andar. ¿No sería que con tanto sufrimiento su corazón se rendiría a Dios?
Todos sus parientes fueron a su casa a visitarlo. Algunos insinuaban que aquel accidente era un castigo de Dios; otros, al verlo en tan lamentable estado, pensaban que le había llegado el final de sus días; tan sólo uno conservaba una firme esperanza en el corazón:
—Tío, estás sufriendo mucho. Jesús también sufrió… —decía José junto a la cama del enfermo—. Puedes curarte: si haces las paces con Dios y vuelves a comulgar, estoy seguro de que te vas a poner bueno.
—Niño, deja de decir tonterías, ¿no te das cuenta de la situación en la que me encuentro? —le contestó ásperamente Sebastián. Tras insistir mucho, el pequeño se valió de su último recurso:
—Está bien. Pero te voy a dejar esta noche una estampa de la Virgen con su Hijo, Jesús, y lo único que te pido es que te fijes en Ella…
De regreso a su casa, José iba muy confiado en la intercesión maternal de María Santísima.
Si la primera noticia había causado sorpresa, la segunda asombró a toda la aldea: Sebastián llamó a su sobrino y le pidió que avisara a un sacerdote, ¡porque quería confesarse! José no cabía en sí de felicidad y se apresuró en atender la petición de su tío. Así que salió el padre de la habitación, entró saltando de alegría ¡y se lo encontró llorando como
un niño!
—José, querido sobrino mío, ven aquí. No sabes el bien que me has hecho. Esta noche soñé con la Virgen. Tenía la misma fisonomía de la estampa que me diste. Decía que me amaba mucho y quería que tomara de nuevo el buen camino. Cuando me desperté, sentí un vivo arrepentimiento de todos mis pecados y de lo malo que he sido. Ahora, después de haberme confesado, me gustaría mucho recibir la Sagrada Comunión.
Mientras todavía estaban charlando, volvió el sacerdote trayendo el Santísimo Sacramento a aquel pobre hombre enfermo y arrepentido.
Sebastián estaba muy emocionado. Y al recibir, después de tantos años, el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, sus mejillas se pusieron coloradas y su semblante cambió completamente. Su rostro, antes abatido y pálido, adquirió nueva vitalidad. La Sagrada Eucaristía había sido la mejor medicina que había tomado desde el accidente, porque le hizo recobrar las fuerzas y el ánimo.
Rezó un poco con la cabeza agachada. Después esbozó una ligera sonrisa, se levantó de la cama y se puso de pie.
—¡Milagro! ¡Milagro! ¡Mamá, el tío Sebastián ha sanado! —exclamó José—. Ha sido el Señor el que lo ha curado.
Sebastián empezó a andar y se arrodilló ante la estampa de la Virgen que su sobrino le había dado la noche anterior y que aún estaba puesta en su mesilla de noche. Leno de emoción, agradecía el haber recuperado la salud de su cuerpo y, aún más, la de su alma.
La fe del pequeño José les mostraba a todos que no sólo era capaz de mover montañas, como dijo Jesús en el Evangelio, sino de ablandar los corazones más endurecidos.