Una luz salvadora…
Parado en la oscuridad y sin saber qué hacer ni qué camino tomar, Peter se acordó de rezar las tres avemarías de la promesa que hizo en su infancia. ¡Cuánta nostalgia sentía de aquella época!
Marcela María Gómez García
Peter era un niño al que le gustaba contemplar el cielo estrellado, las puestas de sol y los relámpagos de las tormentas. Había nacido en el seno de una familia muy católica, en una aldea conocida por sus altos peñascos y frondosos bosques, por los que solía andar y jugar. Le encantaba imaginar a los ángeles gobernando los elementos de la naturaleza, como había aprendido en las clases de catecismo.
Durante una agradable mañana de primavera, mientras paseaba entre los árboles, sintió una fuerte inspiración, sin duda angelical, que le llevó a hacer la promesa de rezar todos los días de su vida tres avemarías: una para pedirle a la Virgen que lo protegiera, otra para rogarle a San José que lo asistiera a la hora de su muerte y la tercera para que su ángel de la guarda lo librara de desviarse del camino del bien.
Pero con el paso del tiempo fue arrastrado por la mala influencia de otros niños y sus relaciones con lo sobrenatural acabaron enfriándose. A los 18 años ya había abandonado los sacramentos y dejado de ir a Misa, aunque no había perdido la costumbre de rezar las tres avemarías de su promesa.
Por aquel entonces su país entraba en guerra y urgía reforzar con voluntarios su debilitado ejército. Un vistoso pelotón de reclutamiento pasó por la aldea de Peter invitando a todos los jóvenes a que se unieran a ellos, prometiendo fama y poder a quien se alistara. El joven no dudó de tan seductora propuesta y se incorporó a la tropa.
Entre otras cualidades, Peter poseía un peculiar talento para orientarse por lugares difíciles y una gran capacidad de liderazgo. Por eso fue puesto al frente de su unidad y pronto ascendió a capitán. Comandaba una valiente compañía, la cual se había distinguido en batallas muy reñidas; y junto con el crecimiento de su prestigio militar, su orgullo también iba aumentando. Sin embargo, en el fondo de su corazón sentía un vacío que parecía sofocarlo…
Un día, en medio del fragor de una terrible contienda, el joven oficial se vio en un enorme apuro: su destacamento estaba rodeado de enemigos. Tan precaria era la situación que no le quedaba otra alternativa que atravesar el cerco por la noche, huir sin ser vistos y alcanzar sigilosamente el cuerpo de su propio ejército No obstante, esto equivaldría a reconocer un vergonzoso fracaso. La fama que Peter había conseguido como brillante militar sufriría un tremendo golpe.. Sería la primera vez que no lograría realizar con éxito una de las misiones que le había sido confiada.
¡Su arrogancia ganó a la razón! Ahogando la voz de la conciencia, decidió llevar a cabo una maniobra diferente y temeraria, para lo cual ordenó:
—¡Avancemos! Adentrémonos en el bosque y cerquemos al enemigo por la espalda. Tal vez todos moriremos sin gloria y sin obtener ningún provecho para nuestra patria, pero nadie podrá decir que fuimos cobardes.
Creyéndose eximio conocedor del campo de batalla, se internó con su escuálido pelotón por escarpados atajos. Conforme iban andando la floresta se volvía más espesa. Cuando cayó la noche, ¡estaban completamente perdidos! Ni siquiera tenían una brújula con la que guiarse o una linterna que iluminara el sendero. Era imposible salir de allí…
Parado en la oscuridad y sin saber qué hacer ni qué camino tomar, Peter se acordó de rezar las tres avemarías de su promesa. El cielo, de un azul marino aterciopelado y repleto de estrellas, le recordaba sus paseos y oraciones que hacía de pequeño. ¡Cuánta nostalgia sentía de aquella época!
Al terminar de rezar, uno de los soldados que lo acompañaba divisó un resplandor, sin lograr distinguir exactamente de donde provenía. Fatigado y temeroso, exclamó:
—¡Mirad allí! Se acerca una luz… ¡Debe ser el enemigo!
Alertados por la voz del centinela, los soldados se fueron agrupando sin hacer ruido, listos para repeler el ataque.
A medida que la luz se hacía más fuerte, las sombras del bosque se desvanecían, permitiendo ver los árboles con claridad. Nada en el ambiente hacía sospechar de una embestida enemiga. Los soldados, por el contrario, se sentían inundados por una paz inesperada.
De repente, Peter salió corriendo en dirección a un claro y se arrodilló ante lo que parecía ser el foco de aquella luz intensa y benéfica. Sus compañeros de armas se detuvieron a una respetuosa distancia, en previsión de que algo de extraordinario iba a suceder.
Por una gracia mística, Peter vio delante de él a una Señora vestida con el escapulario del Carmen, toda inundada de luz, y que llevaba en su brazo derecho al Niño Jesús. No obstante, Él no sonreía y le volvía la cara. Parecía que estuviera disgustado con el comportamiento de ese arrogante militar, cuya piedad en la infancia y juventud le había dado tantas consolaciones.
Cayendo en sí, Peter empezó a llorar. Y entre llantos y sollozos, exclamó:
—¡Qué desgraciado soy! Salí en busca de poder y fama y ahora me siento triste y vacío… ¡Perdóname, Señor mío, por haberme alejado de ti! ¡María Santísima, ten piedad de este miserable que soy yo!
Llena de compasión, la Virgen Inmaculada miraba hacia su divino Hijo y le decía:
—Mira, Hijo y Señor mío, qué sincero es el arrepentimiento de este pecador. ¿No te gustaría perdonarlo por amor a mí? Cautivado por las palabras de su Madre Santísima, el Niño Jesús hizo un noble gesto de asentimiento y empezó a sonreír. Entonces Ella se volvió hacia Peter y le dijo:
—Gracias a las tres avemarías que rezabas todos los días, he podido interceder para que mi Hijo te concediera ahora esta gracia de conversión. Promete que harás una buena confesión y que no pecarás más contra Él. Mi Hijo y yo estaremos a tu lado hasta que la guerra termine.
En ese momento desapareció…
Peter contó a los soldados, que lo escuchaban extasiados, lo que había ocurrido. A continuación el explorador de la compañía regresó lleno de júbilo: no estaban lejos del conjunto de su ejército. Una senda discreta, bien escondida en medio de los árboles, conducía directamente hasta él.
Unas semanas más tarde ganaron la guerra. Peter volvió a su aldea completamente cambiado. Se convirtió en un ardentísimo devoto de la Virgen y pasó el resto de su vida dando testimonio de Aquella que no sólo lo salvó de una situación sin salida, sino que, con un admirable acto de bondad, le obtuvo la salvación de su pobre alma.