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Buenos y malos la reciben, pero…

Alberto se puso a rezar para que una gracia tocara el corazón de Andrés. Sin embargo el tiempo transcurría y no daba señales de arrepentimiento….

Hna. Patricia Victoria Jorge Villegas, EP

En la sacristía de la iglesia parroquial, fray Cayetano explicaba a sus alumnos de catequesis los efectos de la Eucaristía:

Buenos y malos la reciben, pero el resultado es bastante diferente: para los buenos conlleva la vida eterna, para los malos, la condenación. La afirmación sorprendió al pequeño Alberto, un vivaz monaguillo de 11 años que asistía a la clase embelesado

Fray Cayetano, ¿cómo puede Jesús hacer eso? ¿No ha venido a salvar a los
pecadores? —preguntó el niño.

Sí, Alberto. El Señor tiene mucha alegría en darse como alimento a los que lo aman, aunque estén llenos de flaquezas y defectos. No obstante, si alguna persona lo recibe sin las debidas disposiciones y sin mostrar arrepentimiento, es imposible que Él no se sienta ofendido. ¿No te parece lógico?

Sonaron las campanas del Ángelus y el religioso terminó la clase. Los alumnos se despidieron del piadoso fraile y salieron charlando muy animados. Alberto, sin embargo, andaba en silencio, perplejo con lo que acababa de oír: ¿cómo es posible que Dios, tan misericordioso y bondadoso, al entrar en el alma de un pecador no produzca buenos efectos?

Iba pensando todavía en ese asunto cuando llegó a su casa y se encontró a su hermano mayor, Andrés, discutiendo otra vez con su madre. Ésta era una mujer muy piadosa, rezaba el Rosario y comulgaba todos los días con fervor. No se podía decir lo mismo de Andrés, que nunca rezaba, raras veces se acercaba a los sacramentos y, si las circunstancias lo obligaban a asistir a Misa, comulgaba sin haber confesado antes los graves pecados que cometía.

Al contemplar esa triste escena, Alberto se acordó de las palabras que acababa de oír y pensó: “Así que cuando Andrés va a comulgar sin arrepentimiento, Jesús es terriblemente ofendido. Tengo que hacer algo. Si mi hermano se convirtiera… ¡qué alegría le daría al Señor!”.

Desde ese mismo día, Alberto se puso a rezar para que una gracia tocara el corazón de Andrés y cayera en sí. También empezó a ofrecer pequeños sacrificios por su conversión sin decírselo a nadie. Pero el tiempo transcurría y el joven no daba señales de arrepentimiento… Al contrario, parecía más empedernido en el mal.

Los meses fueron pasando y se acercaba la Solemnidad de Corpus Christi. Toda la ciudad comenzó a prepararse para decorar con alfombras, flores y tejidos las calles por donde pasaría el Santísimo Sacramento. Fray Cayetano llamó a Alberto para que le ayudara en la ceremonia como monaguillo y tuvo que dedicar varias tardes a ensayar.

Por fin llegó el gran día. La Santa Misa, seguida de la procesión eucarística, sería por la mañana. Alberto se vistió de monaguillo y acompañó a sus padres hasta la iglesia. Andrés se negaba a ir. Sólo prometió, ante los insistentes ruegos de su madre, que se asomaría a la ventana y haría una profunda inclinación cuando pasara la Custodia. Alberto redobló sus oraciones y le pidió a Jesús ardientemente que ese mismo día le diera a su hermano una gracia de entera transformación…

Repicaron las campanas anunciando el comienzo de la Celebración Eucarística. Se entonó el canto de entrada y el cortejo empezó a moverse. El incienso se esparcía por todo el templo, adornado espléndidamente con flores y velas. Los ornamentos de los sacerdotes y diáconos, con ricos bordados de oro, relucían con un brillo especial.

Antes del Evangelio el coro cantó a varias voces la secuencia litúrgica Lauda Sion: “Lo reciben los buenos y los malos […]. Muerte para los malos y vida para los buenos: ved como son diferentes los efectos que produce el mismo alimento”… Al escuchar estas afirmaciones, Andrés se quedó muy pensativo.

En el sermón, fray Cayetano pronunció sus palabras con tanta fogosidad y amor que conmovieron a los fieles. Al terminar la Misa, la procesión salió con toda pompa. Jóvenes, niños y mayores precedían al palio llevando una vela.

La ceremonia terminó y el pueblo se dispersaba saludándose con entusiasmo. Solamente uno parecía triste: Alberto. ¿Dónde estaría Andrés? No lo había visto ni siquiera en la ventana… Preocupado, salió corriendo hacia su casa a buscar a su hermano y no lo encontró. Recorrió todo el pueblo, pero no lo halló. Finalmente, volvió a la iglesia, ya vacía, y lo vio arrodillado en el último banco, con la cara bañada en lágrimas.

Al sentir la presencia de Alberto, Andrés se volvió e intentó hablar. Sólo unas palabras salieron de sus labios, entrecortadas con sollozos:

¡Soy un miserable! Una vez que se tranquilizó un poco, le contó lo ocurrido:

Cuando oí las campanas, sentí un enorme deseo de comulgar. Y aunque sabía que mi alma no estaba limpia, decidí hacerlo… Vine a la iglesia y me quedé cerca de la puerta.

Pero, Andrés, ¿no sabías que no podías? —respondió Alberto.

Ya lo había hecho otras veces… Sin embargo, hoy todo fue distinto. Contemplando a las personas que se acercaban a comulgar, veía a Jesús muy alegre, deseando entrar y permanecer en el alma de cada una de ellas. Pero si pensaba en mí mismo aproximándome, el Señor se me presentaba con una fisionomía de cólera, como si me dijera: “¡No oses cometer un sacrilegio!”.

Hay que reconocer que eso es así: comulgar sin estar preparado es una grave ofensa a Dios —le dijo Alberto.

Entonces me vino a la memoria todas mis faltas y me dio un deseo muy grande de confesarlas para poder recibir la Sagrada Comunión y contentar a Jesús, al que tantas veces he hecho sufrir.

Alberto no podía contenerse de tanta felicidad: ¡el Señor había oído sus oraciones! Se apresuró a avisar a fray Cayetano, para que le administrara a su contrito hermano el sacramento de la Reconciliación.

Mientras Andrés se confesaba, Alberto se acordó de la enseñanza de fray Cayetano: Jesús, de hecho, siente mucha alegría al visitar a las almas que lo aman y tratan de agradarlo. Pero siente repulsa y cólera ante los que reciben la Sagrada Eucaristía de forma indigna, sin haber lavado antes el pecado de su alma en las aguas regeneradoras de una buena confesión.

Tras este episodio que marcó sus vidas, Alberto y Andrés hicieron el firme propósito de confesarse con frecuencia y nunca más pecar, para que Jesús los acogiera siempre con alegría en el momento de la Sagrada Comunión.