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La cualidad del nombre

Ésta no será una reflexión etimológica, ni tan siquiera semántica, de lo que la palabra “nombre” significa, pues ya hay grandes artículos lingüísticos y enciclopedias maravillosas que explican perfectamente el término. En cambio, pretende ser una pequeña aportación, una invitación a profundizar y conocer un regalo que nos ha sido dado por Dios: “su Nombre”.

Eso en primer lugar, pues además nos da nuestro propio nombre, como posibilidad de ser llamados y conocidos por Él y por nuestros semejantes.

Actualmente, el “nombre” de una persona no significa gran cosa, a veces es muy aleatorio, elegido al azar por los padres que, llevados por las modas, la sonoridad u originalidad, eligen para sus hijos un nombre superfluo y sin ninguna carga ontológica de ningún tipo. Pero esto no siempre fue así, la Historia Sagrada nos muestra, con meridiana claridad, cómo el nombre era elegido para el niño que nacía en función de la vocación, de la llamada que Dios tenía para él, así como en acción de gracias o reconocimiento al Señor por un favor concedido muy especial.

Un ejemplo es el patriarca Jacob. Él amaba a su esposa Raquel con toda su alma, pero no tenía hijos con ella. Cuando Raquel concibió, Jacob quiso honrar a Dios y exclamó: ¡Dios ha tenido misericordia de mí y “me ha añadido mi descendencia”! Eso significa el nombre de José, que viene del verbo hebreo yashaf, que significa “añadir” o “aumentar. José lleva en su nombre la marca de la acción de Dios, que “añadió” e hizo el milagro de su nacimiento.

Pero para entender esto mejor hay que remontarse a la fuente de donde procede esta sacralidad del nombre, y para ello recordamos el pasaje del Éxodo en el que Moisés le pregunta a Dios por su nombre, para así transmitir el mensaje al Faraón. ¿quién me envía? ¿Cuál es tu nombre? Aquí vemos su importancia, pues el nombre designa al Ser, a la misma esencia. Dios Todopoderoso, Señor de los Ejércitos, se abaja hasta Moisés y le revela su nombre: Yahvé, nombre que, etimológicamente, es un verbo, ni más ni menos que ser/estar, solo que conjugado en el tiempo verbal profético que viene a significar el que Fui, el que Soy y el que Seré, es decir, el Eterno, el Omnipresente.

Cuando Dios revela su nombre a Moisés realiza un acto de confianza en el Hombre increíble, pero además es de una generosidad infinita. En los pueblos semitas, cuando alguien conocía el nombre de un semejante, se consideraba que adquiría cierto dominio sobre él, pues conocía parte de su esencia y de su vocación. Pero no solo esto, sino que, además, cuando se llamaba a alguien por su nombre, éste estaba obligado a volverse y atender. Se establecía un cierto vasallaje.

Por tanto, ¿qué hace Dios al revelar su nombre? Primero, nos revela su esencia, que era un misterio, y por otra parte nos da la oportunidad de invocarle, llamarle y, además, obligarle a contestarnos, a volverse a nosotros.

Por eso dice el salmo que nadie que haya invocado al Señor ha quedado defraudado. Esto era tan sagrado e importante, que en el pueblo judío nadie podía pronunciar el nombre de Dios, sólo el sumo sacerdote, un día al año (en el Yom Kippur) y dentro del Sancta Sanctorum, con el fin de implorar misericordia. De ahí el mandamiento divino “No tomarás el nombre de Dios en vano”, pues pronunciar el nombre de Dios conlleva que Él está, por su fidelidad, obligado a atendernos.

De esta fuente divina procede, como consecuencia, la importancia de los nombres para el pueblo de Israel; por qué la elección de ésos no era banal, sino que estaba cargada de sentido. Otro día tal vez podamos hablar en profundidad de algunos de estos nombres bíblicos tan interesantes y elocuentes.

 

Por Silvia Manzanares